Árbol
viejo cae, hace trizas la medianera.
Mi
cabeza; hervidero de palabras puñeteras. Bronca que fecunda perros rabiosos.
Muevo los brazos como si fuese a detener un avión. Me hundo los dientes en el
índice, parezco un italiano mafioso escapado de una película de Hollywood.
Mi
vecinita, cabeza rapada, paz guardada en los bolsillos, una figura que camina o
flota sobre los escombros, me mira y sonríe.
«Siempre
que uno se enoja, es con uno mismo».
Es de
noche y le brillan los ojos, como un poema de Girondo o las palabras de
Jeanette diciéndome si puedo abrazarla.
Entonces
un rallentando, aquella figura copiada de un cuadro de Goya se convierte en mi
madre que viene a contarme que de pequeño quería ser recolector de basura, y el
ruido de las bocinas de los autos se armonizan y parecen musiquita de jazz.
De a
poco todo es una calma que me desata las zapatillas para caminar descalzo en un
pasto acolchonado. La tierra y las ramitas me besan los dedos de los pies.
Me
siento y escribo, como nunca.
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