Ay,
pero el amor. Por lo general me gusta empezar a así, cuando no tengo nada para
decir. Me gusta aquello de quejarme de lo bueno. Es como una forma de alejarme,
de sentarme en una silla que no me pertenece. Andar por el mundo, pensando: “Mi
culo no es digno de este asiento”. La dignidad es un asunto de dos o más cosas,
me niego a usar mi raciocinio para determinar si es mi culo quien merece mejor
asiento, o todo lo contrario, este asiento, puto y de madera, merece un culo mejor.
Ay,
pero el amor. El amor es como un pasaporte. Pediría un número capicúa, porque
mi querido lector, oportunista como todo lector, todo se organiza alrededor de
números. Sin números no existimos. Un amor o dos. Quince, veintialgo.
Ay,
pero el amor. Caprichoso, desagradable, totalmente olvidable. Te amo amor, y te
odio, que es lo mismo pero aún con más intensidad.
Ay,
pero el amor. ¡Escribo del amor perro! Babosa, peludo. Amores que muerden las
tapas de las biromes y mis zapatitos de mujer. Amores que despedazan las tapas
de los diarios que quisimos leer para comprender la realidad.
Ay,
de este amor. Un amor sin realidad, amor de locos, un amor que se viste con
camisas de fuerzas y se aprieta las tiras. Un amor loco, y por loco, libre.
Locura y libertad que creemos sinónimos.
Ay,
de este amor, que es limpio, sea como sea, por naturaleza. Porque ella es
limpia. Un árbol veteado de tierra, telarañas y rastros de alas de mariposas es
natural, no es sucio. Sin embargo, un auto dominado de cenizas y polvillo está
sucio.
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