Cuando era chico, cambie mil veces de equipo de
fútbol. Al principio era de San Lorenzo, por estímulo de mi padrino. Todavía
tengo una camiseta de aquella época, diminuta y hermosa. Roja y azul con la
marca de las tres tiras. Y después empecé a cambiar de cuadro como de remera
durante un período de tres o cuatros años. De Boca a River, de River a Racing,
de Racing a Independiente, de Independiente a Boca, y así. Mutando por motivos
absurdos, como partidos perdidos o jugadores que parecían más o menos
simpáticos.
¡El descubrimiento del horror! ¡El niño que cambia
de cuadro como de calzoncillo merece la muerte en la hoguera! No es algo que me
ha marcado, con el tiempo me hice hincha de algún cuadro, lo mantuve, y he ido
a la cancha, pero lo abandone. Mitad desilusionado y mitad aburrido por la
postura que debe tomar un hincha de fútbol. Me gustan los chistes, y disfruto
del humor negro. Pero cuando los chistes se tornan en serio y el humor negro
pasa a ser realidad negra, dejo de sentirme a gusto.
Porque tu identidad, depende de lo que elijas. Sí,
puede ser. Se ve. No es lo mismo quién eligió a los Stones que a los Beatles,
ni el color rojo al color azul. Porque, a pesar de todo, todavía existe quien
es ama porque elige y no al revés.
A la edad, mal que mal, cuando uno siente que
empieza a ser hombre, no por la simple disposición de pelos toscos, gruesos y
negros en los lugares más o menos esperados, sino por la simple imposición del
mundo de empezar a dejarte a tu propia suerte; uno ya lleva varias elecciones,
inconcientes, o concientes. Las pequeñas
batallas. Y aquella adrenalina de poder elegir, aunque con la presencia
panóptica de los padres, se vuelve esencia de vida.
Y con el tiempo uno se da cuenta que es libre de
elegir cada día más. Incluso puede elegir entre una patada en el culo o un
bostezo en la frente. Y ambas, tendrán el mismo efecto, o parecido. Y duelen lo
mismo. Y lo digo recordando las veces que se me han bostezado en la cara, con
el gesto apático y la mirada tratando de perderse en lo primero que pase.
Aprendí, entonces, a hablar lo justo y necesario. Y no dedicarle energías a los
bostezantes.
Y hay que elegir, como si fuese una ruleta, y uno tendría
que hacer una apuesta. Porque este azar, esta aletoriedad de los caminos trazados,
que te da la tranquilidad de no poder encontrar la causa de de los hechos que
te llevaron hasta ese punto.
Tal vez eso sea el azar, la imposibilidad de
predecir, la dificultad de explicar. El azar da calma. Libra de culpas, es
mucho más fácil pensar que no existen causas que expliquen los caminos. Para
desligarnos, para transformarnos en objetos.
Y yo, tal vez, hasta aquí lo acepto, como acepto
que un político puede ser eficiente y corrupto, de mala gana, muy mala gana,
pero ¿sabés cuando me siento un completo idiota? Cuando tengo que elegir entre
Paul, John, Ringo o George.
Y seguro habrá suelto algún clasificador dispuesto
a etiquetarte de acuerdo a tu elección. Y los que se sienten diferentes, eligen
a George. Tal vez, no tan convencidos, simplemente, porque sienten la necesidad
de sentirse diferentes. Cuando me pasa eso, cuando quiero sentirme diferente,
simplemente, salgo y le sonrió a cualquier persona que me cruzó. Eso es
revolución.
Yo hubiese elegido a Paul, estoy casi seguro. Por Eleanor
Rigby, o Dig a pony, o The long and widing road. Aunque por momentos, no estoy tan convencido, porque esa idiotez que
me crece dentro, que me lleva siempre a tender querer defender a los más
indefensos, me hubiese visto obligado a elegir a Ringo.
Hoy pienso que elegir uno de aquellos cuatro es
tan idiota como elegir entre un balazo en el corazón o en la sien, porque, librándome
de cualquier interpretación poética, ambas te matan. Y aquí, es lo mismo. Lo
bello, es bello, justamente por eso, por bello, no se elige. Es como tratar de
definir objtivamente el color azul o el color rojo. Es imposible. Al menos, sin
aburrirse con las longitudes de onda y la refractancia de la luz. Porque no
quiero vivir en un mundo donde existan campeonatos para todos. Porque tengo
miedo de elegir a John y que un fan de George me diga que no entiendo nada.
¡Cómo si hubiese algo que entender! ¡Yo no quisiera entender nada más que lo
mínimo y necesario! ¡Mientras menos entienda mejor! Y lo mejor que me puede
pasar es poner un disco de los Beatles, y que sea aleatorio, como la
distribución de pecas en una cara. Yo quisiera disfrutar de lo bello, del arte,
sin la obligación de decir mejores o peores, ni buenos ni malo. Simple.
A veces lo intento, sí, a veces, quiero definir el
color azúl, y ahí, yo me suelo acordar de los ojos de María. Y así, me es fácil
porque, ¿qué sería de la poesía con la prohibición de la comparación? Y aún
así, si a algo le escapo es la multiplicidad de ejemplos para definir algo.
Hoy estoy crecido. Y puede que los que pueden
elegir entre Paul, John, George y Ringo estén en problemas. ¿Habrá una trampa
al final de todo esto? ¿Una que no nos permita ver que elegir no siempre tiene
que ver con la libertad? Porque todos hablamos de libertad, y nadie puede
explicar qué quiere decir. Y me asusta que un iluminado se limite a agarrar el
diccionario, se limite al tecnicismo. Cuando se habla de tecnicismo, no se
habla de sentido común. Basta ver a los abogados defendiendo a los asesinos.
¡Tecnicismos! El hueco entre ladrillo y ladrillo, el que te deja pasar de un
lado hacia el otro.
Yo no elegí dejarme invadir por ese mirar mirar
mirar mirar a María e inventar un idioma nuevo, uno que intentaba imitar, de
alguna forma, más no ser cacofónicamente al castellano. Donde “Zo mamediado gella” tuviese algún
sentido.
Yo no elegí que María no entendiese ni una puta
palabra de aquel idioma ni pudiese adivinar que carajo quería decir con eso de
“Zo mamediado gella”.
Yo no elegí que otros ojos, tan azules como los de
María, simplemente me produjesen un: no-mirar-no-mirar-no-mirar.
Yo no elegí que aburran los diccionarios y su
línea recta que dice que esto es esto y aquello y aquello. La muerte de la
imaginación.
Yo no elegí este puñado de pecas que me
representan. Este inventario de manchas marrones que se dispersan, que son
azarosas y únicas. No elegí vestirlas, ni sufrirlas, ni defenderlas. Ni elegí
la causa común de los pecosos.
Yo no elegí dudar, vivir ardiendo en preguntas,
saltando de peca en peca, como quien salta a un acantilado.
Yo no elegí la lluvia, la que me cala hasta los
huesos cuando salgo, cuando algo me impulsa a la calle. O cuando la calle me
expulsa.
Yo no elegí aquellas cosas, y sin embargo, soy tan
libre como cualquiera. Tan libre como para tener que levantarme temprano y trabajar,
y votar cada cuatro años, o decir que dos franjas celestes horizontales en un
trozo de tela blanca con el dibujo de un sol en el centro me hace compatriota
de cuarenta millones de personas. Pero es que aún, yo soy más libre que eso,
porque yo me siento compatriota de todo aquel que tenga como objetivo ser buen
tipo y se identifique con una bandera que diga que es importante ponerse en el
lugar del otro y que crea que para ser justo, hay que darle a cada cual lo que
corresponde. Me siento compatriota de todo aquel que defienda la idea de que
somos lo que hacemos, de lo que quisieron enseñarnos y sobretodo de lo quisimos
y pudimos aprender. Y que nos define lo que hacemos, pero somos chiquitos y por
lo tanto lo que hacemos es diminuto, mínimo, pero hay que hacerlo bien, con
amor. Amor al acto. Soy compatriota de los que aceptan que el pensamiento, los
actos y las palabras no pueden coincidir siempre, pero lo intentan y cuando
fracasan, lo vuelven a intentar, y si vuelven a fracasar, fracasan mejor. Porque
por más que la quiera, la bandera, a la larga, no es más que un trozo de tela.
¿Qué me hablan de libertad, si apenas puedo con
está terrible sensación, con este sin poder entender que es estar vivo, si
María, sigue siendo tan María como siempre, como fue la primera vez que la vi?
Yo gritaría: ¡Libertad! Pero me estaría mintiendo.
No somos tan libres, apenas estamos sueltos, y nuestra libertad se limita a
elegir entre el tiro en la sien o en el pecho, cuando tenemos suerte y no somos
víctima de uno por la espalda. Pero no es tan grave. No. Porque he descubierto
que lo único que nos hace verdaderamente libres es amar. Sin limitarme al hecho
seductor-copulativo-reproductor.
Ya estoy grande para creer que alguien me va a
poner en una isla desierta, y aún así, en su último gesto de humanidad por este
humilde y torpe trapecista, le permita elegir tres discos.
¿Y sí eso pasase? Pues elegiría tres discos,
supongo, no soy necio. Pero descreo que en esa isla exista un tocadisco. Y mis
días serían así, la terrible angustia de saber que tengo lo que elegí, pero no
lo que necesito…que me falta algo…
Nota al pie: Hace unos días venía charlando en el
auto con Bernabé, y me dijo: “La libertad no existe”, y yo agregué: “lo único
que nos hace libres”, y terminamos al unísono, “es el amor”. Como ya tenía estás palabras escritas, no
pude pensar más que lo único que hice es darle oración al sentir común, no sé
si de todo el mundo, pero sí al de mis compatriotas. Pues va dedicada a
Bernabé entonces, y a los que descubrieron su gotita de libertad. Porque esto
que puede leerse tan fatalista y melancólico, también puede ser todo lo
contrario. Tiene usted la libertad de interpretarlo como quiera.