Me
cuesta tanto la conjugación de verbos irregulares. Me asustan, no los entiendo.
Sospecho que son trampas. Baldosas sueltas del piso que sobrepasamos. Guiños
del idioma que intenta sobrepasarnos, no dejarnos dormir. Fallas en la receta
que nos indica, ordena y predispone para que el resultado sea el esperado.
Cuando
una estudia otro idioma, comienza con el verbo por excelencia: “ser”, y luego
pasa a los verbos regulares, aquellos a los uno que puede predecirles el curso. Aquellos
que uno puede agrupar y adivinar cómo será su conjugación a futuro y cómo fueron
en sus pretéritos.
Entonces
me invade una paranoia azul, detenida, dormida. Porque los intuyo. Sé que van a
aparecer, como aparece a veces la muerte; vestidos de negro, con puntas filosas
y máscaras huesudas. Me rompen los esquemas porque me anticipan un error que no
me permite sostener los dichos, las conversaciones, las comunicaciones.
No pretendo un mundo donde pueda ser que yo
cabo, condují u oleo. El hecho de que todo se asemeje, que todo siga la misma regla de acuerdo a tres modelos, también me genera una paranoia pelotuda.
Sostengo
una arraigada búsqueda de la irregularidad, descubrir las asimetrías para
comprender los caprichos de lo marginal, de lo que nos distingue, nos separa.
Pero tengo el temor violeta de que un día voy a quedarme con la total certeza
roja, que incluso los más irregulares, los asimétricos, ellos también
construyen sus reglas; sólidas, propias y absurdas.
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