Qué linda soy, sí.
Me
miro al espejo desnuda y me asombro. Me miro las curvas leves y me gustan.
También me gustan las otras, las más angulosas y nerviosas, que presagian el
destino de las miradas vergonzosas, pero también aquellas consumidas por la
lascivia visual.
Eso
es la belleza; sentirse totalmente complacida con la imagen que devuelve el
espejo. La realidad, pues, sigue los mismos lineamientos que el ojo. Si soy
linda, vale la pena entonces la realidad, que por momentos también es otro
espejo. Nada más suave y lindo que abrir los ojos, y ver pura belleza,
verdadera.
Pero
sucede que cuando me asomo al balcón de los narcisos, disfrazo mis sentires de
tragedia griega, y este vestido alargado comienza a incomodarme, a ser una
parte inconexa de mi ser-yo-bella. Me desdoblo en ropa y en ser.
¿Y
si simplemente he aprendido a disfrazarme de linda? Pienso; he aprendido a
mover el pelito, acomodármelo, a levantarme un poco las tetas, y maquillarme
alguna que otra arruga. A montar la trampa del delineador, el perfume erótico y
la risa ronquera.
¡Todos
usamos máscaras! Trucos, maquillajes que nos alejan. (Supe tener un amante que
disimulaba la escasez bajo sus pantalones, abultándose con una media. Lo único
que supimos ganar, fue un insoportable olor a pata al momento de entregarnos al
acto sexual).
Hubo
un tiempo que los flacos se volvían más loquitos. Se les alargaban las vocales
cuando me hablaban, se les dibujaba una mandíbula larga y desacomodada. ¡Sentirme
posible presa, es lo único que puede hacerme mantener la frente alta! Ser un
objeto de deseo, es una ostentación de
poder.
Creo
que sí. Antes era más linda. Tan linda que en los días de lluvia las baldosas me
respetaban, apenas si podían conmigo, se atemorizaban de levantar el agua y
humedecerme las medias y los zapatitos. La historia del crimen se confunde
cuando hablo de mi caminar y mi forma de arreglarme las cejas y los párpados. La historia del crimen se desplaza de los
homicidios a la simple y común envidia.
Era
tan linda, que no había forma de parecer trola, trolita, putita. Hacía cosas
que podrían hecho ver como una idiota a cualquier otra, pero eran gestos
permitidos para mí, posturas seductoras. Lo sensual y lo ridículo comparten en
el mismo sistema digestivo, pero con resultados diferentes.
Que
soy linda y loca, no quedan dudas. Que soy loca, independientemente de mi
belleza, tampoco. A veces soy loca linda, y otras; linda loca. Presagio un
futuro de adjetivos confundidos, de sustantivos que se adueñan de mi cuerpo, de
mis espejos, de mis realidades.
Ver
el espejo, y solo ver mi imagen. Me olvido de lo que me rodea. Entonces el
universo se reduce a lo visual, a lo tangible, a lo que puedo desear.
Pero
si no estoy atenta, si no presto atención, entonces me deformo. Me transformo,
me desfiguro. Los párpados se me vuelven lunas, las cejas se me despeinan, la
alergia me humedece la nariz. Soy un monstruo nuevo, y las máscaras ya no bastan,
no alcanzan.
Y
los espejos se vuelven incorruptibles. Inobjetables. Les lloro lágrimas de
rímel y tapa ojeras, y ellos insensibles. Y yo me envuelvo en trajes pálidos,
mientras no logró discernir si lo que ocurre de lo que imagino, y se apagan mis
velas al viento.
La
paranoia me consume, y yo la consumo. A veces nos vemos al espejo, y solo vemos
eso; un miedo que lo resquebraja todo en un silencio abrumante…
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