La
paranoia, pecado capital ignorado, es mi favorito.
Me
pasaba desde chiquita. Mi mamá me torturaba con que los pajaritos le contaban
cosas, y yo tan ingenua que pensaba que ella era bilingüe o yo una idiota que
no sabía hablar con ellos, que me faltaba tanto de esta vida para poder andar
por ella con los hombros llenos de galardones de batallas, sin importar si eran
por triunfos o derrotas, porque a los derrotados también se los premia.
Porque
lo intentaba, me sentaba, ponía el culo en el pasto, miraba las ramas verdes y les
decía cosas. Esperaba un “pío-pío”
como para sentirme que estaba viva, porque la única forma de sentirse viva es
cuando a una la escuchan.
Pero
el silencio también es respuesta, a veces la más cruel, otras la más cómoda y
convincente. Y entonces comenzaba a perseguirme, a sentirme una paranoica que,
por una razón que desconocía, no era digna de conocer la verdad de los
pajaritos. Era indigna de sus secretos, de lo que veían del mundo. ¡Cómo si el
mundo se viera de forma diferente cuando una puede verlas de arriba! ¡Si una está
arriba; no forma parte! ¿De qué manera puede el observador saber más que el
observado? Supongo que existe una manera; para hacer hay que saber observar.
A
veces me paseaba como una idiota por debajo de los árboles, abriendo de par en
par mis brazos, simulando ser un avión para el resto de los humanos, pero con
la esperanza de que ellos me mirasen como un par. Que se dieran cuenta que
estaba simulando el vuelo de un pájaro, queriendo levantar vuelo, queriendo que
el viento me de dirección.
Pero
nada, y entonces las noches eran la sucesión de sueños con aves y los días, la
obsesión de abandonar toda actividad por no poder concentrarme: andar con la
cabeza llena de pájaros, imaginarios, con alas suaves, coloridas. ¡La niña de
los pájaros en la cabeza! Y soportar a mi madre diciéndome: “Vos tenés pajaritos en la cabeza. Pronto no
vas a saber si vas o venís”.
Hoy
en día tengo una vista espléndida desde el ventanal de mi trabajo, y a veces,
me quedo mirando a los pajaritos y digo en voz alta: “qué animal pelotudo”, procurando que mis compañeros me oigan, para intentar
disimular este traje rosa pálido que me desnuda cuando me detengo demasiado en
ellos y la paranoia comienza a piarme cerca de la oreja izquierda.
Porque
me pregunto si ellos comprenden todo, si me están observando con esos ojitos
pequeñitos de semilla. Entonces abro la ventana, intento acercarme y los miro
con atención. Les muevo la mano y les digo cosas, pero no se inmutan. Y yo
atino a decir: “Qué pajarito de mierda”,
para ver si reaccionan…
Temo,
sí; tengo miedo. Una día está paranoia va a marcharse, y todo será mucho más
difícil.
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