En una pizzería en Michigan, mi compañero indio, Mandeep, me contó, mientras tomaba ron sin hielo, que supo trabajar en una empresa de su país, de lunes a sábado, sin vacaciones, casi 12 horas por día.
Dicen que durante el apartheid, los negros y los blancos no podían compartir el mismo baño ni entrar juntos a una sala de reuniones.
A Jorge le llevo 30 minutos guardar en una caja todas sus cosas de la oficina. Uno por cada año trabajado en la empresa. Esa mañana se había enterado que su puesto, iba a ser ocupado por un francés que todavía no había decidido si le convenía que le alquilen una casa en Hurlingham o en Palermo.
Mi amigo Daniel, estuvo preso en Qatar. Su delito fue besarse en público con una señorita. Poco importa que los ojos de la señorita fueran azules como el mar, ni si sus corazones latían tan fuerte como para quebrarles el esternón.
En una fábrica china, tres personas trabajan dentro de una matriz sacando y poniendo piezas. Y cuando la prensa baja, se agachan, se hacen chiquititos y desaparecen, hasta que la prensa vuelve a subir.
A Diego lo despidieron alegando bajo desempeño en sus tareas. Pero lo cierto, es que lo despidieron porque no levantaba la tapa del inodoro al hacer pis.
Tirado boca a arriba en la cama, Joaquín ha descubierto que lo que intentan darle es una mamadera y no una teta. Y llora, rojo de bronca.
El mundo es así. Un cúmulo de historias comunes, donde existen injusticias. Las pequeñas, las enormes, las reales, las tangibles y las inventadas. No soy quien para clasificarlas, pero si creo que lo mejor es, simplemente, no darles más importancia de la que se merecen. Mientras el mundo siga siendo un lugar donde la belleza es un recurso indefinidamente renovable, las injusticias se pueden ir bien al carajo.
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