Una calada furiosa al mata-tiempo y un recuerdo que va bailando entre foto y foto. Dos boludos con la torre Eiffel de fondo. ¿Qué más hacer? Jugar a agarrarla con los deditos, aprisionarla, como se aprisiona el tiempo, mientras se piensa que uno es feliz. Sonreir e ir al Moulin Rouge. Comer un omelette, parir en franchute, parlotear un je´t aime mientras comprás un Gauloises. Calada hondo, patriota rojo, azúl y blanco. Silbar la marsellesa en un baño triste de un hostel. Con las lágrimas pintadas de carnaval. Triste, porque estás lejos, porque luna de miel con habitación compartida no rima. ¿Te acordás de la pelea en frente de la galería de Lafalette? Imposible, vos queriendo ir al barrio latino y ella deslumbrada por las lucecitas de esa parafernaria de luces y alambrados soldados. La Eiffel, inecesaria, sútil, trillada. La carita tuya de “bueno” para seguir el rebaño, para seguir lo que hay que hacer: París y comerte la torre.
En el fondo, sentir a Edmundo Rivero que te canturrea una milonga pesada en la oreja. ¿Qué le vas a hablar de amor a ella? Ella, que se deslumbra con la Mona Lisa, que se idiotiza con el cabaret del Molino Rojo. Para vos, siempre fue otra cosa. Fue un látido furioso, un estallido de venas ardientes, a punto de encenderse fuego, un soplete soldando dos pedazos de hierro. El problema está ahí, mientras seguís repasando las fotos, las imágenes del pasado congelado. A la derecha; dos idiotas en las Salinas, saltando alto, saltando, despegados del piso, felices, como comiendo perdices. Si la base de la felicidad es comer perdices, ¿cómo serán felices las perdices? ¿Recurrirán al canibalismo? ¿A hincar el diente a la carne de su misma carne? ¿Cómo se hace feliz una perdiz solitaria? ¿Se desgarra con fuerza carne de sus patas? Dios no pensó respuestas para todo...