¿Se acuerda de aquel viaje a Europa? Yo estaba sentado frente de ella. Era hermosa. Íbamos en el tren, recién salidos del Charles De Gaulle.
¿Usted me entiende? Ella tan francesa, y yo apenas sabiendo como acomodarme la lengua para decir mercy o je t`aime. Que tonto puede ser uno. Ni pensar en un merci beaucoup, creo que me hubiese dado un calambre de lengua o me hubiese salido volando algún diente. Si hubiera intentado decir algo simple, aunque un poco más elaborado como “tes yeux sont comme deux étoiles brillantes qui illuminent mon chemin” se me habría caído, a gotas, el cerebro por la nariz.
El tren nos hacia saltar un poquito cada tanto. Las vías de los trenes de Francia estaban tan mal, como en cualquier otro lugar, sépalo. Y ella, acomodada, en el asiento, con la mirada tan francesa, acompasando los saltitos del tren sobre las vías. Han notado que las mujeres lindas, no las hermosas, ni las pulposas, ni las jóvenes, ni las sexuales, sino las lindas: ellas sueltan brillitos en intervalos de tiempos regulares. Siempre me he preguntado si el resto de las personas lo pueden ver, o sólo soy yo quien puede apreciarlo. ¿Nunca les ha pasado? Estar en mitad de la noche, con los ojos cerrados, y sin mucho preámbulo, sentir un fuego o mejor dicho, un destello de brillitos. Y escuchar un ruidito, es el ruido de los brillos cuando caen sobre algo, uno mismo o cualquier otra cosa. Y abrir los ojos, casi con el apuro de alguien que presiente que va a tener que salir corriendo de la habitación porque hay algo que se esta incendiando. ¡Imagínese! Si hay algo que me genera terror es tener que salir corriendo en mitad de la noche, es por la única razón por la que duermo en pijama.
Le decía, abrir los ojos, y ver a esa señorita al lado suyo, linda. No le cabe otro adjetivo. Tal vez para otros sí, pero para mí, no. Tenga en cuenta que los adjetivos son algo tan subjetivo.
Si usted la hubiese visto. Ella ahí, con las piernas una encima de la otra, tan delicada, como dos enredaredas de piel y huesos. Los brazos, como dos ramas delicadas, apoyadas en sus muslos. Era: ¡linda!. El pelo acomodado, peinado hacia el costado. Y una remera, verde. ¿Me entienden ahora? No sé si hubiese vestido otro color me habría llamado tanto la atención.
Y yo ahí, sentado enfrente, con tanto francés por aprender, despoblado de palabras. ¿Cómo se seduce a una mujer sin poder emitir una palabra? Nos quedamos en silencio. -El que no esta dispuesto al silencio, no esta dispuesto a amar - pensé.
Le hubiese tocado la ceja, se la hubiese despeinado con el índice hasta arremolinársela. Luego hubiese caminado por su nariz, lento, hacia abajo, hasta llegar a su boca; ceder la resistencia del labio, y seguir bajando hasta dominarle la pera con el índice y el pulgar. Y ahí llenarme los labios de dudas. Me gustan los labios cuando se llenan de dudas. Las certezas me quitan las ganas de besar. En cambio, unos labios bien carnosos, llenos de duda pegajosa, son una invitación a un beso.
Qué ganas prontas, de arrancarla de un tirón del asiento y que saltemos juntos de la ventana del tren. Y perdernos. Bajar por la Rue de Vaugirard y meternos adentro del Jardin du Luxembourg, y llenarnos de pasto los bolsillos, tirarle piedras a la fuente o meter el dedo gordo del pie en el agua. Atravesar el Champ de Mars y tirarnos al pie de la Torre. Caminar por el Montparnasse, y respirar, hondo, y sentir los olores que sintieron Bretón, Beckett, Miró, Dalí. O vagar por el Quartier Latin y besarnos dulce, desnuda y tiernamente frente a la Sorbonne.
Pero no, no hice nada de eso. Aquello de despeinarle la ceja me sonó poco francés, no lo recuerdo, no quisiera.
Tal vez fue un error. El tipo de error que no cambia el mundo.