De
chiquito tenía una colección de bolitas de cristal. Ojo, yo no jugaba a las bolitas, no, porque yo tuve una infancia triste, muy triste,
yo me dedicaba a otras cosas: Mirar la luna, juntar hormigas, vaquitas
de San Antonio, mirar flores.
De chico quería ser floricultor, miraba las
flores, las estudiaba. Por ejemplo; la margarita, la vulgar y simple margarita. Hay
un montón de variedades de aquello que llamamos margarita: Leucanthemum
vulgare; Anacyclus radiatus; Anthemis tinctoria; Bellis perennis; Bellis annua;
Bellis sylvestris; Chrysanthemum frutescens; Chrysanthemum leucanthemum;
Anacyclus clavatus; Anthemis arvensis; Calendula officinalis; Argyranthemum
frutescens.
¿Por
qué a las flores les ponen nombres tan raros? No lo sé, pero a la larga sucede
lo mismo que con cualquier otra cosa, a la larga sobreviene la simplificación.
Primero, hay alguien que le da nombre a las cosas, un nombre justo, exacto, con
fundamento, con un sentido. Es ordenado, disciplinado para ordenar las letras,
generando una coherencia única, y después: después viene el resto de la gente
para arruinarlo todo, con su costumbre de ponerle un nombre nuevo a las cosas, desfigurando
todo, dándole una forma nueva, más aburrida, más vulgar. ¿Quién habrá sido el
que le dio nombre a las cosas? Esos nombres nuevos. ¿Quién? Como si todo
necesitara un nombre.
¡Yo
de chico tenía una colección de canicas, de bolitas de cristal, de colores
diversos y distintos tamaños! Era hermoso verlas todas juntas, pero la belleza
también estaba en poder mirarlas por separado, una por una, ver como de a poco
se sumaban. Les ponía nombres. Imaginaba
que eran mis amigos, era tan solitario de chico. Qué infancia fea, en cambio
ellas: eran hermosas, las tenía contadas, una por una. Llegué a tener ciento
cuarenta y ocho bolitas, podría haber tenido más, pero ¿para qué? Estaba a
punto de empezar a repetir nombres.
Mi
primer bolita se llamaba Laura. No era la más linda, pero era la primera. La
primera siempre es la más importante. Uno no se da cuenta de la nostalgia hasta
que empieza a pensar, a recordar. La nostalgia es asunto de cosas que uno
quiere y luego pierde, como si fuese un inventario de dos, tres, o más cosas;
cosas que uno atesora. Un día las estaba contando, haciendo el inventario, y
conté ciento cuarenta y siete. Me faltaba una, me faltaba Laura, porque el
resto estaban todos: Sonia, Mariana, Jimena, Marina, Luciana, Soledad, Melisa, Flavia. Pero faltaba una, faltaba Laura. La busqué por todos pero nunca apareció. Nunca volvió a aparecer.
¿Entonces? ¿Para qué? ¿Para qué quería una colección? Para qué, si me faltaba
la parte más importante, me faltaba la primera. No las quise tener más. De a poco se fueron desparramando, perdiendo. Hasta
que quedaron poquitas: seis o siete, las miré y no las pude reconocer, no pude
acordarme de los nombres…
A
lo mejor la vida es la posibilidad de concatenar cosas, de alimentar
inventarios. Sumar de a poco, al ritmo que se puede, establecer un orden, prioridades, mirarlas, contarlas, contemplarlas, comparar. Pero, ¿quién le da nombre a esas cosas? ¿Quién las ordena? ¿Quién
dice primero ésta y luego aquella? ¿Quién las etiquetas? ¿Quién dice: esta sí, esta no?
Somos prisioneros de una dama caprichosa; la memoria.
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