Y yo sabía, en sus ojos, había dolor, pero también felicidad, como en el verde hay amarillo y hay azul. Podía darme cuenta, pero no podía verlos por separado. Había un color diferente, que no se les parecía, a pesar de estar formado por ellos.
Pensé en lo sublime, en lo que es tan bello que puede destruirte, que puede angustiarte. Pero tal vez, era solamente la forma de ver las cosas, pues estamos definidos por nuestras acciones. Somos lo que hacemos, lo que sentimos. Somos lo que vemos, lo que descubrimos. Somos a lo que le sonreímos, pero también lo que odiamos, detestamos.
Porque al fin y al cabo, tan duro parece, pero habrá algo de cierto en lo siguiente: nos sueltan, nos dejan en el mundo sin que comprendamos con precisión los porques. Absurdo buscar las respuestas, porque ni siquiera hemos entendido las preguntas. Somos libres, en ese sentido al menos, para decidir.
Y ella contaba que desde que su marido se había muerto, había podido ordenar la casa. Que no me imaginaba lo que era antes. Aquel patio, que le servía ahora para mojarse con una manguera, que tenía plantas y una tortuga dando vueltas, era un chiquero, un verdadero almacén de basura. Que lo que no servía, lo que no sabía donde ponerse, iba al patio. Y la cocina: estaba toda envuelta en grasa, los azulejos. Y ella quería cambiarlos, pero no. Él siempre se negaba porque había que picar toda la pared. Y cuando él se fue, pudo hacer un revestimiento de madera, que dejó a la cocina, prácticamente nueva.
Y sonaba extraño, porque la casa, humilde y modesta, estaba en un estado correcto. Era una casa atendida.
Y ella seguía con su vaso, y dijo que nadie la quería. Pero se contradijo al instante, porque sus vecinos la querían. Incluso la semana pasada había estado en un casamiento de unos de ellos. Unos “gays”, y que a pesar de haber estado toda la noche atenta, no se había podido dar cuenta quien hacia de “él” y quien de “ella”. Pero que lo había pasado divino, y que ellos eran dos amores de personas. Y luego se le iluminó el rostro, como se le ilumina una habitación cuando el sol entra lento por una ventana y dijo:
-A mí me amaron. Nadie me amó como él. Mi marido. Todos lo días me lo decía. Te amo viejita. Siempre. Y él era maravilloso, siempre contento, siempre te hablaba despacio, lento. Nunca me levantó la voz. Nunca. Lo extraño.
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